PINOCCHIO O EL ESPECTÁCULO DE LA PATERNIDAD

¿Y si Pinocho nunca hubiera salido de aquella habitación fría y solitaria donde Geppetto —movido por un momento de profunda soledad— lo esculpió para dar forma a su mundo y tener un poco de compañía?

¿Y si todos los encuentros, las situaciones y las decisiones a los que el muñeco se ve abocado a vivir —incluso a costa de tener que decir alguna mentira para poder sobrevivir en esa realidad aparente e imprevisible, sin ninguna herramienta ni guía— no fueran otra cosa que fragmentos de un espectáculo vital imaginado por su padre? ¿Solo para jugar, quizá, con sus propios sentimientos y los de aquel trozo de madera que ha cobrado vida, en un delicado juego de proyecciones y espejos?

¿Y si el Hada, el Grillo, el Gato y el Zorro, Lucito o el Hombre de Manteca no fueran más que personajes de un pequeño teatro doméstico, representados por un Geppetto excéntrico y apasionado, decidido a educar, corregir o —incluso— moralizar a través del juego teatral?

Al fin y al cabo, Pinocho es un muñeco. Y si queremos ser coherentes, no puede moverse solo. Su titiritero tendrá que guiarlo tirando de los hilos —unos hilos que le dan movimiento, le permiten avanzar y que también lo orientan y lo definen.

Y —¿quién sabe?—: cuando ese trozo de madera descubra que se ha convertido en un niño de carne y hueso en el momento exacto en que ve la primera gota de sangre, quizá no sabrá muy bien hacia dónde ir… solo tendrá en sus manos —y en sus pies— dos piernecitas frágiles y valientes de una criatura que empieza a caminar, finalmente, por su propio camino.